Había una vez un país en el todos sus
habitantes eran felices, muy felices. La inmensa mayoría de los que allí vivían
tenían un trabajo que les permitía llevar un digno estilo de vida, tenían sus
casas, sus hijos, su mes de vacaciones, uno o dos coches por casa dependiendo si
trabajaban mamá y papá o sólo uno de ellos, a los abuelos los veían de vez en
cuando si éstos disfrutaban de su vejez apuntándose a los viajes para la
tercera edad financiados por el gobierno, o los fines de semana si tenían que
hacer de canguros ocasionales. En todas las casas de este país entraban buenos
productos para la cena de Nochebuena y los Reyes siempre venían cargados de
regalos aunque te hubieses portado mal o no hubieses aprobado en el cole. Si te
ponías enfermo sólo que había que llamar a una ambulancia que te acercaba a un
hospital en donde los mejores sanitarios te atendían siempre de la mejor de las
maneras y, si te aburrías entre semana, siempre te podías ir al cine, al teatro
o a disfrutar en cualquier cafetería del casco antiguo de conciertos de
diferentes estilos musicales con actuaciones en directo. ¡Se vivía tan bien en
ese país!
Se vivía tan bien que sus habitantes
no se dieron cuenta de que estaban viviendo por encima de sus posibilidades ni
de que se volvían avariciosos y codiciosos. Así que un día los dioses se
enfadaron y decidieron enviarles un castigo a la altura de sus pecados. El
castigo llegó en forma de crisis económica y fue devastador. Las mamás y los
papás dejaron de trabajar, los bancos dejaron de prestar dinero y ya no se
podían pagar las casas, se vendieron el o los coches, los abuelos dejaron de ir
de vacaciones porque había que ayudar económicamente a los hijos, en Nochebuena
ya sólo se ponía un plato de marisco y los Reyes empezaron a dejar ropa o
calzado en vez de montañas de juguetes y cacharros electrónicos. Ahora ya no te
podías poner enfermo porque la ambulancia te cobraba por llevarte al hospital y
el personal sanitario había perdido su sonrisa porque habían visto cómo más de
la mitad de sus compañeros también habían perdido su trabajo y ellos no daban abasto.
Y si te aburrías, pues bajabas a pasear a la calle porque los cines y los
teatros habían cerrado.
Ese país se llamaba y se llama aún
hoy España. Lo que acabo de relatar suena a cuento pero no lo es. Hoy hemos
sabido que Pontevedra será la primera capital de provincia sin salas de cine al
cerrar sus puertas en breve la única que quedaba. Esto, unido al cierre de Alta
Films, distribuidora cinematográfica de referencia, hace que los amantes del
cine vistamos hoy de luto. ¿Cómo les vamos a explicar a las generaciones
futuras que conocimos a Haneke, a Polanski o a Michael Moore sentados en un
cine? Podrán conocer esas películas a través de Internet, claro, la red de
redes que llega a todos los lados, pero ya nunca conocerán la magia de sentarse
en un cine, frente a una gran pantalla y disfrutar de una película en versión
original. ¡Qué triste!
¿Hasta cuando nos van a seguir
quitando todo lo que habíamos conseguido estos políticos nuestros que sólo
piensan en subir impuestos y rescatar bancos, a los que por cierto, no se les
sube nada? ¿Nos van a seguir tomando el pelo con eso de que la cultura no es
rentable? En tal caso, para ellos lo que no es rentable es tener una sociedad
culta porque no se deja manipular y en un país donde los príncipes, los
ministros y los banqueros juegan a “a ver quién roba más”, lo que interesa es
silenciar a la opinión pública.
Para terminar, y como merece la
ocasión, se me viene a la cabeza el título de una película de uno de los
grandes, ¡TODOS A LA CÁRCEL!.
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